“Si decís que veis maldita a la Ciudad Muerta, es porque sois ciegos.
Si decís que oís lamentos entre sus gentes, es porque sois sordos.
Si decís que oléis la muerte en su aire, es porque no tenéis olfato.
Si decís que palpáis la podredumbre en sus calles, es porque no tenéis tacto.
Si decís todas estas cosas ¡merecéis enmudecer!. ¡Sigmar! ¡¡Sigmar!! Sigmar lanzó su martillo contra los malvados y los impíos, contra los que no se arrepintieron del mal que habían hecho ¡no contra los que seguimos el camino de la rectitud y la fe! Y lloró dura roca, sí, ¡roca de sus entrañas! ¡Sí! Al contemplar de nuevo a sus hijos limpios de todo pecado.
Yo sé que el Gran Teogonista del Templo de Altdorf... yo sé que es hombre de gran virtud y que en verdad Sigmar guía su mano. Vendrá pronto, ya veréis, hermanos. Vendrá pronto y compartirá nuestra visión: Que el gran Martillo de Sigmar ha barrido de la faz de la tierra el mal y Mordheim no es otra cosa que ¡el paraíso de los justos!
Hay Hombres Santos, otrora perdidos y condenados errabundos pecadores, que se yerguen henchidos de gloria y paz cuando Las Lágrimas de Sigmar sustituyen a su corruptible corazón. Hombres santos que junto conmigo catequizan y difunden la Nueva de que Sigmar nos ha perdonado a todos. Hombres santos que son insultados y perseguidos por nuestros hermanos, por los siervos del Ilustre Faro de la Humanidad, por los seguidores del Gran Teogonista del Templo de Altdorf.
Pero pondrá pronto fin a la ignominia de esta absurda persecución. ¡Ya lo veréis! ¡Tan pronto venga y sus sandalias pisen las empedradas calles de nuestro Cielo!”.
Deorc contempló el cielo poblado de estrellas, alzó sus manos hacia la luna y gritó: “¡Hermanos!! ¡Hijos de Sigmar! ¡Que la bendición del Martillo sea con vosotros! Y que así sea tanto en esta morada como en la infinita”.
Con estas palabras, el Deorc, el Maestro, se perdió entre las sombras que dibujaban las antorchas tras el improvisado altar y, aliado con la oscuridad, se alejó.
Las paredes de las casas temblaban sobrecogidas por el estremecedor fervor de las voces de los feligreses y la tenacidad de su insistente oración. El corazón de Deorc latía fuertemente náufrago de un mar de encontradas sensaciones: miedo, alegría, certeza, duda…
La canción cesó. Deorc cerró los ojos y rezó.
Una suave voz le arrancó al momento de su meditación.
“Esta noche has estado muy bien. Inspirado. Certero. Divino, diría yo.
Tomad”.
Sintió cómo una túnica le envolvía, dándole abrigo. Deorc cerró los ojos aún con más fuerza. Quizá así podría evitar que ver lo que no quería ver.
“Déjame. Sé lo que ofreces. Sé lo que pides. La respuesta sigue siendo: no”.
“Claro, claro. Deja que el hambre mate a tus niños. Deja que ese loco de Altdorf persiga a tus hombres. Deja que la lujuria del extranjero viole a tus mujeres”.
“No”.
“Muy bien, Maestro, muy bien. Pero ¿qué clase de hombre santo eres? Deorc, Deorc, no es santo el que no cae, sino el que se levanta”.
Entonces abrió los ojos y se levantó como accionado por un resorte. Sus manos asían con fuerza el Bastón de Sigmar y… … allí no había nadie.
Hincó las rodillas en el suelo. El Bastón cayó frente a él.
Comenzó a llorar.